lunes, 25 de noviembre de 2013

Ciudad de ángeles




Miko Viya

Talal: En los tiernos años de la primera infancia, un niño no tiene idea de que es mundo. Tampoco idea de país o ciudad. Su dominio es el lugar donde vive, donde se mueve y donde juega. Su mundo son las cosas que lo rodean, las gentes que ve.

Pero en el sorprendente proceso de su crecimiento, día a día, empieza a asomarse a la vida y su mundo se va ensanchando con cada paso, con cada mirada o descubrimiento.

Es por esto, que no puedo hablarte de este ancho y hermoso mundo sin contarte cómo fui descubriendo mi primer mundo,  mucho antes de que oyera esta palabra o hubiera visto una esfera terrestre o un mapa-mundi donde con un pequeño  punto hubiera descubierto la palabra Puebla. De hecho, yo no sabía que existía Puebla o que yo viviera en Puebla. ¿Habías pensado que cuando somos niños no estamos concientes de estas complicaciones geográficas y urbanas? Simplemente vivimos y cada instante es un descubrimiento maravilloso que aceptamos sin razonar pero que saboreamos con toda la frescura de algo que sí es nuevo bajo el sol, en nuestra aventura mágica del cotidiano vivir ¿Talal, te acuerdas de cuando eras niño?

Nosotros vivíamos en primer piso en una de esas recias casonas que adorna la derechura del traso poblano. Mi primer contacto con el mundo era por dos balcones que se abrían sobre la calle de Alfaro, una azotehuela en la parte posterior y una ventana que daba al patio de la casa.

Desde los balcones veía pasar todos esos vestigios de añejas costumbre mexicanas que se han perdido pero que daban un color que ahora, para revivirlo, tengo que ir a ver antiguos grabados de Posada o ilustraciones de alguna antigua edición del Periquillo:

Los negros carboneros, doblándose
bajo el peso de los costales
que llevan sus cuestas.

El nevero, que son su pregón peculiar anunciaba los sabrosos canutos y la nieve de limón.

El chupandillero, el mueganero, el afilador con su silbato inconfundible, el dulcero que llevaba en su tablita o en su caja de cristal el rico jamóncillo, la bisagra y el calabazate.

En la planta baja de la casa, don Rosendo tenía una tienda de abarrotes, esos lugares increíbles con su olor a salvado y piloncillo y con enormes mostradores cubiertos con láminas de zinc en cuyos bordes se juntaba la mugre y la grasa con restos de azúcar y harina formando una negra capa, donde había grandes pomos de vidrio llenos de canicas de dulce, y costales en el suelo llenos de maíz, frijól y garbanzo. Las velas colgaban en racimos del techo y la manteca formaba blancas pirámides en bandejas de hojalata.

La casa estaba cerca de la iglesia de la Merced, así que cuando llegaba la festividad anual “mi mundo” se embellecía con el plafond callejero de cientos de enramadas de papel de china que cubrían calles enteras.  Los puestos de molotes, garnachas y buñuelos resplandecían a la luz de mecheros de petróleo y el aire olía a manzanas  a limas. Desde mi bacón veíamos a la gente divirtiéndose y nos entretenía el espectáculo del paso encebado, del torito y de los fuegos artificiales.

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