Miko Viya
Talal: En los tiernos años de la primera infancia, un niño
no tiene idea de que es mundo. Tampoco idea de país o ciudad. Su dominio es el
lugar donde vive, donde se mueve y donde juega. Su mundo son las cosas que lo
rodean, las gentes que ve.
Pero en el sorprendente proceso de su crecimiento, día a
día, empieza a asomarse a la vida y su mundo se va ensanchando con cada paso,
con cada mirada o descubrimiento.
Es por esto, que no puedo hablarte de este ancho y hermoso
mundo sin contarte cómo fui descubriendo mi primer mundo, mucho antes de que oyera esta palabra o
hubiera visto una esfera terrestre o un mapa-mundi donde con un pequeño punto hubiera descubierto la palabra Puebla.
De hecho, yo no sabía que existía Puebla o que yo viviera en Puebla. ¿Habías
pensado que cuando somos niños no estamos concientes de estas complicaciones
geográficas y urbanas? Simplemente vivimos y cada instante es un descubrimiento
maravilloso que aceptamos sin razonar pero que saboreamos con toda la frescura
de algo que sí es nuevo bajo el sol, en nuestra aventura mágica del cotidiano
vivir ¿Talal, te acuerdas de cuando eras niño?
Nosotros vivíamos en primer piso en una de esas recias
casonas que adorna la derechura del traso poblano. Mi primer contacto con el
mundo era por dos balcones que se abrían sobre la calle de Alfaro, una
azotehuela en la parte posterior y una ventana que daba al patio de la casa.
Desde los balcones veía pasar todos esos vestigios de añejas
costumbre mexicanas que se han perdido pero que daban un color que ahora, para
revivirlo, tengo que ir a ver antiguos grabados de Posada o ilustraciones de
alguna antigua edición del Periquillo:
Los negros carboneros, doblándose
bajo el peso de los costales
que llevan sus cuestas.
El nevero, que son su pregón peculiar anunciaba los sabrosos
canutos y la nieve de limón.
El chupandillero, el mueganero, el afilador con su silbato
inconfundible, el dulcero que llevaba en su tablita o en su caja de cristal el
rico jamóncillo, la bisagra y el calabazate.
En la planta baja de la casa, don Rosendo tenía una tienda
de abarrotes, esos lugares increíbles con su olor a salvado y piloncillo y con
enormes mostradores cubiertos con láminas de zinc en cuyos bordes se juntaba la
mugre y la grasa con restos de azúcar y harina formando una negra capa, donde
había grandes pomos de vidrio llenos de canicas de dulce, y costales en el
suelo llenos de maíz, frijól y garbanzo. Las velas colgaban en racimos del
techo y la manteca formaba blancas pirámides en bandejas de hojalata.
La casa estaba cerca de la iglesia de la Merced, así que
cuando llegaba la festividad anual “mi mundo” se embellecía con el plafond
callejero de cientos de enramadas de papel de china que cubrían calles
enteras. Los puestos de molotes, garnachas
y buñuelos resplandecían a la luz de mecheros de petróleo y el aire olía a
manzanas a limas. Desde mi bacón veíamos
a la gente divirtiéndose y nos entretenía el espectáculo del paso encebado, del
torito y de los fuegos artificiales.